miércoles, 30 de enero de 2008

TIERNO VERANO DE NIÑOS Y ERAS

Niños en la era
Antonio López Torres

Que por mayo era, por mayo
cuando hace la calor
cuando los trigos encañan
Y están los campos en flor...


Por el mes de mayo ya se empezaba en Extremadura a segar la cebada, es curioso, pero, en mis casi quince años de vida en el pueblo, nunca he visto segar, bueno, segar forraje sí, pero nunca tuve ocasión de ver la siega de verdad, la dura y larga siega, la del sol de justicia, desde que éste salía hasta que se ponía, siendo, para la mayoría de segadores, un menú único y repetitivo, gazpacho y tocino para desayunar, gazpacho y tocino para comer, gazpacho y tocino para cenar, y así, día tras día.

Tan duro como la siega, era el trabajo de las espigadoras en aquellos duros tiempos, por cierto, tiempos no tan lejanos, pues han pasado poco más de cuarenta años. Las espigadoras iban detrás de los segadores y recogían las espigas que se les habían caído a éstos o habían quedado en el rastrojo sin segar. Y como tengo tan buenos ojos espigo a veces de los manojos, que dice la bonita canción de las espigadoras de la bonita zarzuela La Rosa del Azafrán, por cierto, unas de las canciones favoritas de Pedro Almodóvar, con la que empieza su película Volver.

Después de la siega venía la saca, que consistía en acarrear los haces de trigo, cebada, avena y centeno, desde el rastrojo hasta el ejido, (el lejío que decimos los monroyegos), el acarreo se hacía con bestias, a las que se les cargaba los haces, sobre unas parihuelas, (palos de sacar), esto requería una gran habilidad, pues como los haces no pensaban mucho, se procuraba que cada carga llevase el mayor número posible de ellos, siendo estas muy voluminosas, había que saber atar muy bien los haces para que la carga no se desmoronara en el trayecto, que a veces, era de casi dos horas, debido a la distancia que había entre el sembrado y las eras. En Monroy había dos lugares asignados para las tareas de separar el grano de la paja, la era propiamente dicha, donde iban la mayoría de los agricultores del pueblo y otro las erillas, que nosotros pronunciamos y todavía se pronuncia como “la serilla”.

Cuando los haces ya estaban en la era, se procedía a formar la parva, haciendo un gran círculo con los haces desatados, primero se pisoteaban con los caballos para extenderlos homogéneamente, después se pasaba el trillo, que iba triturando y desgranando la paja, esta labor de la trilla solía encomendarse a los muchachos, que disfrutábamos haciendo correr a los caballos dando vueltas una y otra vez a la parva, cuanto más corrían más disfrutábamos.

Una vez bien triturada y desgranada la paja, se precedía a la limpia, para ello se amontonaba la parva y aprovechando que hubiera viento, se lanzaba hacia arriba la mezcla de la paja y el grano, con una herramienta de madera parecido a una horca llamada liendro, sí, una de las herramientas intocables en el Embargo de Gabriel y Galán, y así de esta forma, como la paja pesa menos que el grano, ésta caía un poco mas lejos y se conseguía hacer dos montones uno con la paja y otro con los granos.

Por fin conseguido la separación del grano y la paja se procedía al envasado del grano en costales, que eras unas especie de sacos de lona, pero más alargados y estrechos, estaban diseñados para poder ser transportados a lomos de las bestias y para ser subidos sobre los hombros y las costillas de los mozos, de ahí creo yo el nombre de costal, a los sobrados de las casas, que eran donde estaban las trojes donde se recogía el grano para el consumo del todo el año.

La paja se recogía en las sacas, que eran como costales gordos, tenían la capacidad de tres costales por lo menos, ésta se llevaba a los pajares, que se llenaban hasta el techo, para ello se introducía la paja través del tejado, a nosotros nos dejaban jugar saltando desde el tejado sobre la paja, cuanto más éramos mejor, porque de esta manera cuanto más peso y más saltáramos más se apelmazaba la paja y mas cabía en el pajar, eso si terminábamos de polvo hasta las narices, nunca mejor dicho.

Todo este proceso de la cosecha, que comenzaba con la siega a finales de mayo, y terminaba con la recogida de la paja a primeros de septiembre, cuando vino la mecanización del campo, este duro trabajo que un hombre realizaba durante tres meses, una máquina cosechadora lo hacía en media hora.

En las tardes de verano, durante la hora de la siesta, pues la siesta era sagrada, mis hermanas Mena, Paqui y yo, nos tumbábamos en el suelo del zaguán, encima de unas mantas, y nos entreteníamos viendo, como por las rendijas de la puerta, se colaban los rayos del sol y proyectaban en la pared las sombras invertidas de los que pasaban por delante de nuestra casa, a esa hora, los únicos que pasaban eran los que iban con las cargas de cereal a lomos de sus burros o caballos, camino de la era, con sus andares lentos, como no podía ser de otra manera, pues era a pleno sol y con temperaturas que rondaban los cuarenta grados a la sombra. Nosotros jugábamos a reconocer, a través de las sombras, quienes eran los abnegados y parsimoniosos acarreadores.

Rayos que en la siesta,
como sombras de la china,
nos colaban por la rendija,
invertidas siluetas conocidas
.

Los que no íbamos a la siega, también teníamos cómo menú para comer todos los días cocido, bueno, al menos, el desayuno y la cena eran distintos, normalmente el desayuno consistía en pan frito (pringadas en nuestro argot) y café, el Cola Cao todavía no había llegado al pueblo, era muy caro, los niños tomábamos sin problemas café e incluso las cenas de muchos domingos, en mi casa eran café con buñuelos ¡Qué ricos los buñuelos que hacía mi madre!

Ahora, lo mejor de mis recuerdos gastronómicos, lo sitúo en el mes de julio, cuando mi padre procedía al gran rito de dar cuenta del primer jamón, que se había guardado durante más de un año, el segundo, se guardaba para las fiestas de septiembre.

Recuerdo a mi padre subido en una silla cortando el jamón y todos a su alrededor esperando nuestra ración correspondiente, con un trozo de pan en la mano, no sé si estaba mejor el tocino o el jamón, por supuesto de bellota y eso sí con mucho tocino, pero ¡qué sabor!, sobre todo acompañado del pan recién hecho, amasado por mi madre y horneado en horno con leña de encina y aromatizado con jara.

Claro que un jamón para una familia de diez personas, duraba no más de una semana, entonces, yo a la hora de la merienda me arrimaba a mi prima Mena, que sólo eran tres hermanos y creo que guardaban más jamones que en mi familia, y casi todas las tardes de verano merendaba jamón de mi tía Juana, que de verdad, no creo que haya otro manjar más exquisito en la faz de la tierra, como el del jamón de entonces, el de la matanza de mi pueblo, de los cerdos ibéricos alimentados con bellotas en la montanera, cuando el porquero iba delante de la piara y con la zurriaga iba vareando las encinas y los cerdos le seguían comiendo bellotas y para colmo, las últimas semanas los retenían en casa, cebándoles con más bellotas hasta que se ponían cuadrados de puro gordo, con muchas arrobas, casi la mitad tocino, pero ¡Qué tocino!

Las cenas durante el verano solían ser más variadas, recuerdo una, que hacía mi hermana Mena, con especial cariño, patatas fritas con salsa de tomate frito y mayonesa, era un verdadero lujo, algunas veces hasta llevaba medio huevo duro por cabeza, por supuesto el tomate era casero, hecho al fuego lento y con la espumadera dale que te dale, hasta que estaba en su punto, la mayonesa que mi hermana hacía, pues era la única que conseguía que no se le cortara, estaba hecha solamente con la yema y en mortero de madera, había que tener una paciencia infinita para conseguir ligar la salsa, echando poco a poco el aceite y al mismo tiempo dando vueltas uniformes con el mortero para que no se cortara.

Otra cena que también me gustaba, era la encebollá, se hacía mucho en verano, cebolla frita casi confitada, con un huevo revuelto para todos los de las casa, que éramos nada más que diez.

Pero las cenas inolvidables eran las de tortilla de patatas y el gazpacho en la era, había la costumbre en el pueblo, de que al anochecer, entonces anochecía sobre las nueve, el equivalente a las diez de ahora, las mujeres fuesen con la cena a la era, donde las esperaban los hombres y que al llegar éstas, daban por terminada la faena del día, la costumbre de cenar en la era, creo que era más por motivos de desconfianza, nadie quería dejar la era sola ya que podrían robarle algún haz de trigo o cebada, sea como fuere, para mi mentalidad de niño era muy romántico lo de cenar en la era.

Entre los recuerdos mas agradables de mi niñez, está sin duda, cuando acompañábamos a Otilia, que estaba de sirvienta en casa de mi tío Churro, desde la plaza, que era donde vivía mi tío, hasta la era, íbamos un montón de niños, entre ellos recuerdo a mis primos Isaac, Vidal, Meni, Vitori, mi hermana Paqui y a la cabeza de todos mi prima Juli, agarrados de la mano saltábamos y bailábamos, jugábamos a tapar la calle que no pase nadie, cantábamos canciones como estas:

Quisiera ser tan alta como la luná
Ay, ay, como la luná
para ver a los soldados de Cataluñá


Así las cantábamos acentuando la última silaba

Se me cayó el anillo,
güi, güi güi
dentro del agua,
tico, tico, ti
dentro del agua
lairón, lairón, lairón...


Pero, el no va más, se alcanzaba cuando nos permitían dormir en la era, lo mejor que nos podía pasar era dormir, con los primos mayores que nos contaban historias, nos gastaban bromas pintándonos la cara con un corcho quemado, pero que para nosotros era como un bautismo, mejor una confirmación, la señal de que nos estábamos haciendo mayores y podíamos dormir fuera de casa.

Dormir en la era, después de haber estado trillando, subido en la trilla del tío Churro, que era una trilla especial, pues hasta tenía una silla para sentarse y además tenía freno y estaba pintada de verde.

Dormir en la era, después de haber ido a dar de beber a los caballos a la charca, montado uno en cada uno, eso si, a pelo, al estilo indio, como mucho, con un enjalmo, pero, porque nos obligaban nuestras madres, para no mancharnos del sudor de los caballos, después de su duro día de faena. y comprobar la satisfacción que sentían los caballos luego de haber terminado la tarea y de haber bebido ¿Verdad Albino? ¿Cómo hacen los caballos cuando terminan de beber en la charca? Te preguntará, con reiteración, mi hermano Vicente, y tú repetirás, sin vacilar, esa onomatopeya de los resoplidos de los caballos y tu cara, y la de todos, reflejará la alegría al acordarte de ese momento pasado que algunos tuvimos el privilegio de conocer, el de la niñez en libertad, en contacto con la naturaleza, cuando nos escapábamos de casa a la hora de la siesta y nos íbamos a nidos, para después bañarnos desnudos, en pelete, en la charca, bueno, algunas veces, algunos, llevábamos una braga de nuestra hermana ¿Verdad Telesforo?

Dormir en la era después de experimentar esa sensación de libertad, cómo es la de bañarse desnudo, y sobre todo cuando lo hacíamos de noche en la charca del Coto, con el sonido del croar de las ranas al fondo y que en un momento se callaban, y se hacía el silencio, cuando el primero de nosotros se sumergía en el agua cálida y acogedora de una noche de claro de luna.
Dormir en la era, teniendo como colchón la mullida parva, con el aire de la madrugada perfumado por la mies dándote en la cara, sin paredes, al raso, pero teniendo como techo, la bóveda inconmensurable, sublime, estrellada y constelada de la Vía Láctea, el mejor marco posible para los sueños de una noche de verano, sueños de niños, puros e incontaminados, los sueños, los niños y la atmósfera.

Andrés Gómez Ciriaco