lunes, 25 de febrero de 2008

ASPIRANTE A BACHILLER


El curso 1958/1959 empezó después de las fiestas de septiembre, afortunadamente, el maestro era el mismo del año anterior, Don Juan Soria, en la clase seguíamos estando los mismos alumnos, aunque ya uno se sentía veterano y no temía tanto la famosa lucha de los sábados.

Procurábamos ir a la escuela, un poco antes de las nueve de la mañana, que era cuando empezaban las clases, así nos daba tiempo a jugar a los juegos que, según la época, tocasen. En invierno solíamos jugar a los pelotazos, la pelota que utilizábamos era la que venía con los zapatos, botas más bien, de la marca El Gorila ¡Cómo picaban las orejas cuando te daban un pelotazo con aquella pelota verde! Sobre todo cuando te daban con la parte de la pelota donde estaba la marca, una especie de parche rojo.

El juego era muy simple, consistía en tirar la pelota con la mano lo más fuerte que se podía al que estuviese más cerca, la pelota la lanzaba quien la cogía antes, pero había que andar muy listo, porque si cuando ibas a por la pelota se te adelantaba otro, quedabas en inferioridad de condiciones, pues estabas demasiado cerca del dueño temporal de la pelota zapatera.

Dicen que por el juego se conoce a las personas, y creo que es cierto, con este juego tan simple, ya se apuntaba el carácter de los que jugábamos a él, por ejemplo estaban los miedosos lo más precavidos, los conservadores, que andaban siempre alejados lo más posible de la pelota, de forma que no recibían pelotazos, pero tampoco tenían el placer de darlos.

Luego estábamos los menos miedosos, o quizás más irresponsables, los que acudíamos siempre dónde estaba la pelota, y claro está, como en la vida, unas veces se gana y otras se pierde, y cómo en ésta se pierde más que se gana, pues solíamos recibir más de lo que dábamos, aunque esto no significaba que nos sintiéramos perdedores, porque un solo pelotazo bien dado enjugaba el dolor de otros tres recibidos.

Hay que tener en cuenta que era invierno y por la mañana, que hacia mucho frío, y que íbamos con pantalón corto, las piernas desnudas, sin abrigo, estaban siempre en el punto de mira del que tenía la pelota, eran, junto con las orejas, el blanco favorito de todos los lanzadores de pelota, que en este caso no era una pelota vasca, era una pelota menos famosa, pero no por ello menos divertida, al menos para nosotros, que con este juego conseguíamos calentarnos en los duros días de aquellos inviernos de carámbanos y sabañones, que nos parecían más fríos que los de ahora, entrábamos en calor corriendo parta evitar el pelotazo o nos calentaban, metafóricamente hablando, los pelotazos recibidos.

Cada temporada tenía sus juegos, en primavera se jugaba a las canicas, para nosotros, los bolos o el gua, los comprábamos en el estanco, eran de barro cocido, pero algunos jugaban con bolas de acero de los rodamientos, y claro, los que jugábamos con las de barro estábamos en franca desventaja, pues lo más normal era que las de barro se rompiesen al impactar con las de acero.

En otoño se jugaba a la peonza, nuestra “peona”, lo primero que hacíamos, nada más comprarla, era cambiar la punta de hierro que traían por otra mucho más grande y afilada, para así poder tener más ventaja cuando jugábamos a tirar a romper la peonza de los demás, pues en esto consistía uno de los juegos que practicábamos con ella. La punta la cambiaban en la fragua, aunque el especialista más solicitado para cambiarlas era José “Saure”.

Al estar el pueblo enclavado en medio de la penillanura trujillano-cacereña, lo de la penillanura, no penséis mal, no tiene nada que ver con el pene o con las penas, quiere decir que hay muchas peñas, los barrenos estaban a la orden del día, de hecho había un gran número de barreneros en el pueblo, siendo la saga de los Pasinos la de los mejores barreneros, si no de la Sierra Morena, si al menos de Monroy y su entorno.

Emulando a los barreneros, el juego que más nos gustaba a los de mi generación era uno, que consistía en hacer un hoyo, como el del gua, en el suelo, lo llenábamos de agua, bueno en honor a la verdad, lo llenábamos con nuestros orines, vamos que meábamos dentro y le añadíamos trozos de acetileno, era el combustible que se usaba para los carburos, pues aunque ya había luz eléctrica, ésta se iba con mucha frecuencia y había que tirar de ellos para iluminarnos.

Con un bote vacío, que solía ser de leche condensada, al que previamente le habíamos hecho un agujero en medio de la tapa que le quedaba, el agujero lo tapábamos con un trapo, colocábamos el bote dentro del hoyo, el acetileno en contacto con el agua, bueno en este caso, con otro líquido elemento, se convertía en gas, el trapo lo prendíamos fuego y aquello pegaba un petardazo que lanzaba al bote a considerable distancia, a más de uno y más de una vez, el bote, nunca mejor dicho, le rebotó en la frente.

El padre del especialista en cambiar las puntas de las peonzas era tío Pedro el “aperaor”, hacía los aperos de labranza de una forma totalmente artesanal, la azuela era casi la única herramienta que utilizaba, parecía más que artesano, un verdadero tallista, pues su oficio estaba más cerca del imaginero que del carpintero, con la azuela y a mano alzada, iban modelando los troncos y convirtiéndolos en rueda de carro, yugo de carreta o arado romano.

Buenas personas esta familia de aperadores, la madre Serapia, fue a la primera mujer que vi orinar de pie, las mujeres mayores entonces orinaban separándose un poco las piernas y sin levantarse el vestido orinaban en el suelo de los corrales. Mira tú por donde, en esto había igualdad entre mujeres y hombres, no eran éstos los únicos que hacían sus micciones de pie.

Las hijas eran tres, Luci, Irene y Mari y dos hijos Pedro, muy buena persona, se fue de Guardia Civil y José, al que apodábamos Saure, que ahora al recordar su mote, caigo en la cuenta y creo que es uno de los que aparecen en la foto de la inauguración de la carretera, que no cité entonces, pues no me acordaba como se llamaba, y lo que son las asociaciones para la memoria, ahora su apodo me ha venido a traer su nombre y además a reconocerlo en la fotografía.

Esta buena familia de “aperaores” Pedro y sus hijos, se convertían para mí en auténticos y desinteresados Reyes Magos, y a través de sus artísticas y mágicas manos, un año me traían un arado romano, otro un carro, eran perfectas réplicas del original, sin duda, junto con el caballo de cartón que me regaló mi padrino, los mejores juguetes que tuve y tendré, grandes regalos, lo que daría por tenerlos ahora.

Luci era muy querida por todos nosotros, estuvo ayudando en las tareas de la casa a mi madre durante varios años, hasta que se casó con Eugenio, que ahora en el recuerdo se me antoja con un gran parecido a Groucho Marx. Se fueron a vivir al País Vasco, a Lezo, el pueblo de la Pisbe, la empresa del bacalao. Su hermana Irene estaba un poco sorda, y por ello hablaba muy bajito, esto unido a su eterna sonrisa le daba un aspecto muy dulce, por las tardes venía a casa para que mi madre la enseñase a coser y bordar.

Con Mari, la más pequeña y que ahora vive en el pueblo, debe tener dos o tres años más que yo, y con Paqui la del Choto, otra vecinita de la carretera, vivíamos muy cerca, apenas cien metros nos separaban, jugaba a los juegos propios de toda la vida entre niños y niñas, escondiéndonos de las miradas de los mayores, dentro de un pilón que había a la izquierda nada más entrar en la vivienda-taller de aperos. En este taller era donde también me columpiaba con mucha frecuencia, pues pasaba mucho tardes de invierno montado en un columpio hecho con una soga, que colgaba de las tirantas de hierro que servían para sujetar las paredes cuando estas limitaban espacios grandes.

En esa época tenía yo una verruga en la pierna, casi a la altura de la rodilla y Saure, se ofreció a quitármela por el método, muy extendido en aquellos tiempos donde todas las supersticiones tenían cobijo, de enterrar una cruz hecha con una rama de olivo o algo así, la condición para que funcionase era que yo no tenía que saber ni donde ni cuando se había enterrado la cruz, lo cierto es que la misma semana que puso la rama de olivo en mi nombre, bueno más bien en nombre de mi verruga, me caí y me rocé la verruga con una peña y ésta desapareció. No sólo en las novelas de Gabriel García Márquez va a existir el realismo mágico.

Los juegos de nuestra infancia eran casi siempre a aire libre, ya fuese invierno o verano, lloviese o hiciese sol, a casa acudíamos para comer y dormir. Se comía a las dos y media en punto, la hora del parte en el argot popular, la del diario hablado, según la retórica de la época, todas las emisoras tenían que conectar con Radio Nacional de España, lo del parte era la reminiscencia que había quedado de los partes de cuando la guerra, aunque no estaba muy alejado de ser un parte de guerra de una sola parte, la vencedora, no había la más mínima libertad de expresión.

Muchas veces en el fragor de los juegos perdíamos la noción del tiempo, y se nos pasaba la hora de comer, no valía como excusa la de que no teníamos reloj, el del Ayuntamiento daba las horas y las medias dos veces, era y sigue siendo un reloj repetidor.

Cuando llegaba a casa y oía, a través de la ventana, los cubiertos sonar al contacto con los platos, ya sabía que la zapatilla de mi madre estaría presta a conectar con mi trasero, pero a pesar de todo, al día siguiente volvería a ocurrir lo mismo, llegaría tarde, y mi madre volvería a sacar su zapatilla.

No había zapatilla capaz de doblegar la sensación de libertad que se alcanzaba navegando como capitán de un barco de vela, un cálido día de primavera, en un transparente mar azul, y por supuesto no tenía la menor importancia, que el barco fuese un rústico trozo de corcho, que la vela fuese un trapo sucio y el mar un arroyo, bueno, al menos, las aguas del arroyo eran puras y cristalinas.

Mi madre le tenía dicho a Don Juan de que si consideraba que valía para estudiar, cuando lo estimase oportuno empezase las correspondientes clases particulares. Un jueves de primavera, fue cuando Don Juan Soria al terminar la clase en la escuela Nacional, me comunicó que me quedase a la clase particular, que el mismo impartía a continuación, así empezó mi preparación para ser aspirante a Bachiller.

La verdad es que me sentía impaciente, esperando el momento de poder empezar las clases particulares, pues me había quedado con la copla de lo que mi madre le había dicho a mi maestro, lo de sí valía para estudiar, y claro para mí fue la confirmación de que si, de que Don Juan había considerado que ya estaba preparado para estudiar, por eso, ese día lo recuerdo como unos de los más felices de mi vida.

Me encantan las fiestas y los jueves, debe ser, porque nací en un jueves y día de fiesta, además, entonces los jueves por la tarde no había escuela, eran medio fiesta y aunque nací en invierno, me encanta la primavera, bueno, en puridad nací en otoño, el ocho de diciembre, pero como dice mi admirado Sabina, el otoño dura lo que tarda en llegar el invierno, y como hacía mucho frío pues ya era invierno.


En primavera me han sucedido las cosas mejores de mi vida, conocí a mi mujer, va hacer el próximo 28 de abril, cuarenta años, un 18 de abril nació unos de mis cuatros hijos, y en primavera esta previsto que nazca, Mario, mi primer nieto.

En la primera clase particular, recuerdo que dimos la conjugación del verbo amar, que ya me la sabía de la escuela nacional, y como vi que no desentonaba con mis nuevos compañeros, me sentí enseguida estudiante de pleno derecho. Cómo era jueves y no había clase por la tarde, me fui a buscar a Eustasio (q.e.p.d), a Isarique, a Pedro Macias Borrego (el del forestal), mis nuevos compañeros, y sin embargo, todos, antes también, amigos, esa tarde estuvimos haciendo lo que más nos gustaba, pasear por el campo buscando renacuajos y nidos, me sentía feliz, estaba eufórico, no podía disimular mi entusiasmo, había entrado a formar parte de la elite o élite del pueblo, la de los estudiantes.

Poco importaba que fuésemos unos estudiantes pobres, pues no teníamos colegio, ni instituto, estudiamos por libre, teniendo como únicos profesores, para todas las asignaturas y para los cuatro cursos de Bachillerato Elemental, a Don Juan Soria Pérez y Don Jacinto Muriel Solano, que eran maestros, y nos daban clases una vez terminadas las correspondientes a los alumnos de la Escuela Nacional, nos examinábamos, de las ocho asignaturas de que se componía cada curso, en un mismo día, en el Instituto de Enseñanza Media El Brocense de Cáceres.

Sin lugar a dudas y ahora con la perspectiva que da el tiempo, el hecho de empezar a dar clases de bachiller, suponía un gran logro para un niño extremeño de pueblo, que, de no haber aprovechado esta oportunidad, aunque fuese tan precaria, estaba destinado a tener que dejar la escuela con catorce años y empezar a trabajar en el campo.

El examen de ingreso, fue el 14 de septiembre de 1959, antes, tuve que ir solo a Cáceres, para hacerme una fotografía tamaño carné para el libro de Calificación, por el libro sé, no tengo tanta memoria, que fue ese día exactamente, mi madre me acompañó al coche de línea y le dijo a alguien que iba también a Cáceres, no recuerdo a quien, que me llevase al bar La Viña que era donde vivía tía Felipa y allí me recogería ella, para llevarme al estudio de fotografía, que si no recuerdo mal, me la hizo Domingo Caldera, esto hoy en día les parecerá a los jóvenes incomprensible, para hacerse una fotografía había que ir a Cáceres, salir en el coche de línea a las ocho de la mañana y regresar al pueblo a las siete de la tarde, la fotografía te la daban a los tres días como muy pronto.

Felipa, su hijo Antonio y sus hermanas Juanita y Tere, no eran familia directa, pero eran más que de la familia, habían sido vecinos, puerta con puerta de mi madre, cuando estaba soltera y también de recién casada e hicieron una gran amistad, luego a ellos les concedieron un estanco en Cáceres, en el Camino Llano, y se fueron a vivir todos a Cáceres.

Cuando por circunstancias como esta de la foto, por exámenes, o médicos, teníamos que ir a Cáceres, siempre contábamos con la hospitalidad de Felipa, una mujer menuda, muy cariñosa y que siempre estaba de buen humor, también eran muy cariñosos con todos nosotros, sus hijos. El primer partido de fútbol en directo que vi en mi vida, fue un partido amistoso Cacereño-Betis, me llevó su hijo Antonio, el Cacereño militaba, como casi siempre, en tercera división y el Betis, estaba, (Sí amigo Antonio Ruano, también, como casi siempre) en primera, jugaba Del Sol en el Betis, y recuerdo que llovía muchísimo, el partido se celebraba dentro de los festejos de la feria de San Fernando, cuando el rodeo todavía tenia una gran importancia en esa feria.

Antonio era muy apuesto y amable, siempre el primer recuerdo que me viene de él, es comiendo cerezas, por lo menos se comió un kilo, me animaba a mí a comer más, pero me parecía una exageración comer tantas cerezas, estaban muy buenas, pero acostumbrado como estaba en mi casa a compartir una naranja paras tres, aquello me parecía un despilfarro. Antonio tenia un amigo, Moreno, creo que le llamaban, que estaba de policía secreta en Madrid, el también vino a ver el partido, cuando llegué al pueblo presumía antes los amigos de haber visto a Del Sol y de haber estado con un policía secreta.

Bueno, pues como decía el examen de ingreso fue en 14 de septiembre, antevíspera de las fiestas de los toros, recuerdo los nervios que siempre me han atenazado antes de cualquier prueba, fuimos a examinarnos acompañados por Don Juan Soria, varios del pueblo, en el taxi de Fulgencio Blanco, creo que venían conmigo, su nieta Pili Camarero, Mati Sánchez, Esperanci (fue cuando nos enteramos que no se llamaba Esperanza sino Matilde) y Mari Pilota (q.e.p.d.), porque, creo recordar que los demás chicos con los que hice el bachiller se habían examinado de ingreso en el mes junio.

El examen no me resultó demasiado difícil, consistió en un dictado, todos los dictados que hacíamos con don Juan Soria eran del Quijote, unas cuentas de multiplicar y dividir y luego un examen oral, recuerdo que había varios profesores preguntando, me pareció todo muy solemne, como un tribunal de justicia, me preguntaron que señalase en un mapa donde caía Gerona, y casi sin darme tiempo a indicárselo, dónde estaba Cádiz, y lo mismo, no me dejó terminar de señalarlo con el dedo, como el profesor debió notar mi frustración, pues sabía perfectamente dónde estaba Gerona y Cádiz. Me dijo: no te preocupes si por la mirada sé que lo sabes, esto me tranquilizó, además, añadió, estás aprobado, todos los alumnos que habíamos estudiado con Don Juan aprobamos el examen de ingreso.

El Instituto El Brocense estaba entonces en la Plaza de San Jorge, en un bonito edificio renacentista, que se divisaba desde la Plaza de Santa María, justo al llegar a la altura donde se encuentra la estatua del escultor Pérez Comendador dedicada a San Pedro de Alcántara.



Desde entonces, desde este primer examen, realizado cuando tenía nueve años, no he podido evitar nunca, el revoloteo de mariposas que siento en el estomago cada vez que tengo que someterme a alguna prueba, y en estas circunstancias, siempre me viene a la memoria la estatua de San Pedro de Alcántara y sus amarillos pies de un bronce descolorido por el contacto de las miles y miles de manos besadas que lo han rozado, asociado, además, a los chillones sonidos de los revoltosos vencejos que revolotean sin darse tregua, por la parte antigua de una de las ciudades más bellas de España: Cáceres, patrimonio de la humanidad.








Andrés Gómez Ciriaco