jueves, 30 de octubre de 2008

BICICLETAS, NI SIQUIERA EN VERANO

Segundo de bachillerato, en cuanto a resultados académicos, fue el mejor curso de los cuatro que me examiné en el Brocense, me quedaron dos asignaturas: Francés y Formación del Espíritu Nacional.

En el examen de ésta última asignatura, más conocida por Política, el Profesor, un tipo repeinado, con bigotito al estilo de la época, muy remilgado todo él, nos pilló hablando a Eustasio y a mí, y nos puso una cruz a cada uno en el papel del examen. Eustasio, más atrevido que yo, soltó un borrón con la pluma estilográfica sobre la cruz. Él aprobó, a mí me suspendieron.

Yo creo que Don Juan Soria nunca llegó a estudiar francés, cuando cursó sus estudios, tanto de Bachiller como de Magisterio, esta asignatura no debía entrar, por eso, difícilmente nosotros podíamos aprenderlo con él.

Durante el verano de 1961 nos enseñó a leer en francés, Adeli, la hija mayor de Don Juan Casares, que a la sazón estaba cursando estudios de Magisterio en Cáceres, así que puedo decir, al igual que Víctor Manuel en su canción Adónde van los besos: “Todo el francés que supe y sabré nunca fue culpa de ella”.

Entonces no había elección posible y todos teníamos que estudiar francés, por eso, se me puede cantar, como le hacen a Víctor Manuel, también, en otra canción que se meten con él por no saber el idioma de Shakespeare: “Andrés, tu no sabe Inglé”. Y en honor a la verdad, francés tampoco mucho.

Fue un verano en el que disfruté bastante, pues prácticamente apenas tenía que estudiar, aprendí a montar en bicicleta en la de mi amigo Pedro Macías Borrego “El del Forestal”, una GAC roja que tenía los frenos de varilla, yo no tuve bicicleta propia hasta ya bien mayor, tan mayor que estaba ya casado cuando me compré la primera.

Muchas tardes me gustaba ir con Pedro hasta la charca de la dehesa, donde su padre, el señor Lucas, Guarda Forestal de Monroy y su comarca, tenía un huerto que lo regaba de la propia charca, sacaba el agua con la ayuda de un cigüeñal hecho con palos. Al final de la tarde nos deleitábamos comiéndonos una lechuga de las de “oreja de mulo” recién cogida de la huerta, sin ningún aditamento, ni siquiera sal pero me sabía muy dulce y refrescante.

En la charca de la dehesa, el señor Lucas, no nos dejaba bañarnos, para eso nos escapábamos al río, por supuesto andando, campo a través, fuera de los caminos convencionales, cual aventureros audaces, aunque no demasiado, pues también éramos prudentes, cómo todavía no habíamos aprendido a nadar, llevamos una cuerda por si acaso, cuando se metía Pedro en el agua yo me quedaba fuera sujetándola y viceversa.

Aprendimos a nadar solos, a base de intentarlo una y otra vez, sin ningún método, nos costaba hasta dos y tres años conseguirlo. Recuerdo mis primeros aprendizajes en la charca del Acediano, a la hora de la siesta, solía escaparme con chicos mayores que yo, entre ellos estaba mi primo Isaac, que se preocupaba por mí y me protegía. Esta charca estaba un poco más alejada que la otras dos que había entonces en el pueblo, la de la Dehesa y la de la Era, pero, por eso mismo, nos sentíamos más libres de las miradas de los mayores, por supuesto, nos bañábamos desnudos, en pelete, decíamos.

La proeza consistía en escaparse de casa a la hora de la siesta y no tener miedo de los tritones, que había muchos en las charcas, nosotros los llamábamos morches, esta denominación sólo la he oído en Monroy, no he visto en ningún diccionario local esta palabra, en Monroy es muy usada. Cuando alguno de nosotros se caía de bruces con estruendo, decíamos que se había pegado un morchazo. Recuerdo que cuando estaban fregando el suelo y yo pasaba y pisaba, mis hermanas se enfadaban conmigo y me decían: Morche, más que morche, eres un morche lagunero.

A veces, terminaban lanzándome el trapo mojado a las piernas, que como es bien sabido, estaban desnudas, pues llevábamos pantalones cortos, calzonas. No había llegado todavía al pueblo la fregona, los suelos se fregaban de rodillas, apoyando éstas sobre un rodillero de madera, cuando se estiraban para abarcar el mayor espacio posible a fregar sin mover la tabla, aprovechábamos para ver las corvas a las chicas.

Por cierto, las chicas no se bañaban, al menos públicamente, nunca en mis catorce, casi quince años que viví en el pueblo, vi a una mujer bañarse. Bueno una vez si que vi bañarse a Esperancita, una mocita de buen ver hija del Veterinario Don Francisco, claro que para ello tuve que subirme a la pared que separaba mi casa de la Bodega de doña Carmen y vi que ésta se bañaba en una tinaja cortada por la mitad.

El paseo del verano estaba instituido en la carretera de la Era, salíamos a pasear al oscurecer en pandillas constituidas por chicos y chicas de la misma edad. Mi pandilla estaba formada por Esperanci, Mari, Pili Camarero, mi prima Mena y Mati. Los chicos éramos Eustasio, Isarique, Vidal, José Manuel y yo, luego se sumaban los que no eran de pueblo y estaban de vacaciones con sus familias, como era el caso de Ramón Pedro Rubio.

Un domingo decidimos bañarnos en la charca de la era, pero estábamos tan a gusto, que se nos hizo tarde y llegaron las chicas de paseo, como estábamos desnudos hubo un tira y afloja entre las chicas y nosotros, con el siguiente dialogo:

Nosotros (Todos): Por favor, iros que tenemos que salir

Ellas: No nos vamos. Vais a tener que quedaros hasta que se haga de noche.

Nosotros (Algunos): Bueno, pues si no os vais salgo desnudo.

Ante esta tesitura y por el que dirán, las chicas se apartaban y nos dejaban salir.

Para evitar que esta situación se repitiera en el futuro, decidimos que había que ponerse bañador, pero como no teníamos y en el pueblo no los vendían, la solución de emergencia que adoptamos Telesforo y un servidor, fue ponernos una braga, él de su hermana Tere y yo de mi hermana Paqui, hay que decir a nuestro favor, que una braga de entonces tapaba más que un bañador tipo slip de ahora y no digamos que uno tipo tanga.

A propósito de prendas de vestir, la ropa que usábamos en aquellos tiempos, nos la hacía mi madre, estaba suscrita a una revista llamada Hogar y Moda, que traía patrones que ella recortaba para hacer todo tipo de prendas y vestidos a mis hermanas.

A mí también me hacia los pantalones, compraba tela de color azul y aunque ésta, no era ni en el tono ni en la textura como la de los vaqueros, ella hacía la hechura como si de pantalones vaqueros se tratase. A mí esto no me gustaba, pues comparaba los míos con los vaqueros de verdad, sobre todo, con unos que llevaba Ángel Arévalo que tenían los bolsillos y las rodilleras forrados de cuero. Sin embargo los míos estaban hechos con una tela mucho más fina y se rompían enseguida, mi madre los zurcía y re que te zurcía, echando remiendos y culeras hasta que ya no se podía más.

Los pantalones me los hacía cortos, por encima de las rodillas, una casa buena si tenían estos pantalones al ser cortos y era que, las rodilleras tenían un cuero mejor que las de Arévalo, pues estaban hechas de una piel mucho más fina, la piel a la intemperie de mis sufridas y desamparadas rodillas.

Recuerdo también que algunos niños en Monroy, sobre todo de las familias más pobres, no llevaban calzoncillos y tenían los pantalones con una raja en el trasero, de modo que cuando se hacían sus necesidades no manchaban la ropa, claro que la ropa no la manchaban, pero sí todo lo que tenían a su alrededor. Curiosamente el otro día vi un documental, donde unos refinados japoneses, utilizan hoy día este mismo método con los niños pequeños, no les ponen pañales y dejan que sus líquidos, y no tan líquidos, elementos fluyan libremente.

En la charca de la era en el borde del cibanto, así llamamos nosotros al promontorio de tierra donde se apoya el agua de las charcas, había un trozo de césped, que no se secaba nunca, no era muy grande, apenas cabíamos dos o tres y esto teniendo que dejar casi medio cuerpo fuera.

Cuantas noches del cálido verano monroyego, nos hemos tumbado los amigos, solos los chicos, en este pequeño oasis de hierba, conservado gracias al frescor que le transmitía la brisa del agua cercana.

Soñábamos que en este mismo sitio y bajo esta misma bóveda de la Vía Láctea, pudiésemos tocar alguna estrella. No importaba que ésta fuese de carne y hueso y tampoco nos importaba que no hiciese películas.

Dos de los miembros que formaban nuestra pandilla, Mari y Eustasio hace tiempo que no están entre nosotros, con estas líneas pretendo hacerlos presentes, aunque, sólo sea en el recuerdo y que sirvan también de homenaje y reconocimiento a los niños que fueron, de uno que fue amigo suyo y que sigue creyéndose, por momentos, que todavía es niño y por lo tanto sigue, a veces, teniéndolos como amigos.


Te recuerdo, me recuerdo Eustasio,
como Blasillo y su inseparable amigo,
tiernos personajes del Forges “El Sabio”
jugando entre las flores y el trigo

Soñando sobre el verde tapiz del suelo
encontrar la libertad y otros dones
por toda la inmensidad azul del cielo
entre blancas nubes de algodones.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Felicidades por tus relatos, no dejes de hacerlos, nos viene a la memoria toda nuestra niñez y como lo cuentas tú es inmejorable.
un saludo.