miércoles, 29 de julio de 2009

LA ESCOPETA DE CRISPÍN


Cuando veo lo descarados que son los gorriones y también las palomas, que no se apartan aunque uno los espante, me acuerdo de la escopeta de Crispín y pienso que pronto se nos iban a quedar tan cerca si estuviésemos en el pueblo con las utensilios que usábamos entonces.

No sólo teníamos escopetas, bueno tampoco voy a exagerar, el único que tenia escopeta era Crispín, pero con una nos bastaba para mantener a raya a todos los pájaros del pueblo, me refiero a los que vuelan. Teníamos también tiradores y cepos, recuerdo aquellos cepos de cobre acerado, al que nada más comprarlos les quitamos la varilla metálica que traían para sujetar el engaño y la sustituíamos por un hilo al que atábamos, con mucho esmero, un grano de trigo, al que previamente, habíamos hecho un canalillo para que el hilo se incrustase.

Algunos reforzaban los cepos con un armazón de madera para darles mayor consistencia para que los pájaros no pudiesen alejarse mucho del lugar donde habían sido atrapados. Los cepos reforzados o no, se camuflaban deshaciendo sobre ellos con las manos los cagajones de los caballos y burros, que por aquel entonces abundaban mucho por todas las calles del pueblo.

Con los tiradores nunca vi a nadie que consiguiese dar a un pájaro, pero al menos los asustábamos. Ahora en el pueblo los árboles están repletos, fundamentalmente, de gorriones, que sobre todo al anochecer arman una auténtica algarabía. En nuestra época no les hubiésemos dejado que armasen tanto alboroto, hubiéramos mandado a todos las aves con la música a otra parte. Definitivamente, los pájaros de ahora son todos unos descarados. Claro, que esto es así porque se lo consentimos, si nos dejasen tener a Crispín y a mi un tirador, sólo para asustarlos, otro gallo cantaría, porque a los gallos, aunque sean aves si que los respetaríamos, ya que su canto forma parte de uno de los bellos atractivos de que gozan las mágicas noches del verano monroyego.

Ah, amigo Crispín, cuando voy al pueblo me preguntas si he visto que en Internet hablan de ti, de mí, de Eustasio y yo te pregunto que quién es el que escribe todo eso, me contestas que tú no lo has visto que te lo ha contado alguien y que es uno que firma con un apodo, yo me río para mis adentros y pienso que si de verdad no sabes que ese que firma con el alias Piezarza soy yo, no te lo voy a desvelar, pues de este modo pienso que contribuyo un poco más a la magia que se consigue, a veces, a través de Internet. Fíjate que he dicho alias (apodo, mote) no Alías que es tu segundo apellido y que tú con buen criterio crees que deriva de Alía, el pueblo que está próximo a Guadalupe, pero que yo, para hacerte rabiar, te digo que el pueblo es Alía sin ese y que también podría derivar de alias, claro que tú me dices que tu apellido lleva acento en la i.

Por cierto, el día de Santa Ana hubiera cumplido Eustasio sesenta años, e Isarique los mismos el día de Santiago, aunque igual es al revés, no estoy seguro.

Precisamente Eustasio, tú y yo, nos escapábamos con frecuencia y nos íbamos, unas veces, al Cabril en busca de nidos, otras, donde las pedreras a jugar con la grea y hacer muñecos de barro que secábamos al sol. En primavera, jugábamos con las espadas y flechas hechas con ramas de las higueras y escudos de cartón. En invierno, nos entreteníamos engañando a los charcos con los zancos que unas veces eran de leño y otras los hacíamos con botes de leche condensada y una cuerda.

Jugábamos a las chapas en los bordillos de las pocas aceras que había, a veces las chapas las aplastábamos y hacíamos platillos, simulando que eran monedas de curso legal con las que jugábamos contra la pared, como los mayores lo hacían con las perras chicas y las perras gordas, juego este que consistía en tirar la moneda contra la pared y luego tiraba otro y si quedaba a menos de una cuarta se quedaba con la dos monedas.

Nuestras escapadas al Cabril tenían consecuencias, al menos para mí, cuando alguien le decía a mi madre que nos había visto por allí, inmediatamente me castigaba a no salir el domingo siguiente, solamente me dejaba salir para ir a misa de ocho, siempre que mi madre nos castigaba nos hacía ir a la primera de la mañana. De modo que cuando íbamos a misa de ocho todo el pueblo se enteraba de que estábamos castigados, ésto me sentaba todavía peor que el castigo, la pregunta obligada que te hacían era ¿Andresin por qué te ha castigado esta vez? No bastaba con estar castigado, encima, se tenía que enterar todo el pueblo.

Mi madre me tenía rigurosamente prohibido ir al Cabril, pues era muy miedosa y le tenía pánico a que me pudiese caer por el acantilado denominado la Cisterna, eso y los riberos del Almonte en la carretera de Cáceres la traían a mal traer, para ella ir en coche por los riberos era una verdadera pesadilla.

Mi madre tenía una frase para justificar el castigo por ir al Cabril, decía: Para que llore yo lloras tú. Tenía también otra frase proverbial, cuando uno de nosotros estaba lloriqueando sin saber muy bien el porqué, te daba un cachete y decía: ¡Toma, para que llores por algo!

Ahora la que mejor define el talante de mi madre es una frase que ella decía cuando alguien se enzarzaba en disputas y rencillas sin sentido: Quien tenga educación que la ponga.

lunes, 27 de julio de 2009

LA CAÍDA DEL CARRO


A finales de los cincuenta y principio de los sesenta del siglo pasado, había pocos coches en el pueblo, podría hacerse un inventario con los dedos de una mano y sobrarían dedos, el primer coche que yo recuerdo era uno amarillo de los Blancos y que mi madre alquiló para ir con todos nosotros a la Virgen de la Montaña, parece ser que en cumplimiento de una promesa. Creo que era el único coche que había y era el taxi del pueblo. Fulgencio Blanco padre, a la cabeza, y sus tres hijos: Manolo, Andrés y Fulgencio eran los titulares de la linea regular de autobuses Monroy-Cáceres, recuerdo a la mítica camioneta "La Cirila" que, más de una vez, cuando llegaba a Monroy, más de uno intentábamos subirnos a las escalerillas que daban acceso a la baca repleta de maletas.

Después vino el coche de los Reales, uno negro con el que muchos domingos por la tarde iba acompañando a mi primo Vidal al Baldío de Ordóñez, lo conducía su tío Luis, llevando siempre de copiloto a mi tío Vidal. En invierno había que pasar un charco, seguramente sería un regato, pero a mí me parecía un arroyo y siempre me ponía nervioso pensando que el coche no pasaría y se quedaría en mitad del charco.

Anteriormente hubo otro de triste recuerdo, fue el de Sebastián García, a la sazón dueño consorte de la fábrica de harina, que alcanzó ésta su mayor apogeo gracias a la dirección de Sebastián. El coche con el que perdió la vida al volcar en el cruce de la carretera de Cáceres con la de Monroy, se decía que tenia muchos caballos. Mi madre contaba que esa tarde pocos minutos antes de accidente, al pasar a la altura de casa, él la saludó con la mano. Tenía entonces seis años pero esa tarde la recuerdo como una tarde trágica de un trágico domingo, hay que tener en cuenta que mi madre y su viuda Matilde, eran amigas inseparables desde la niñez y todos nosotros éramos amigos, respectivamente, de cada uno de sus hijos.

Luego vino el SEAT 1500 de los Blancos que sustituyó al amarillo, y que el día que lo compraron recuerdo a Fulgencio hijo enseñándoselo a su hermana Felipa y haciendo especial hincapié que tenia calefacción.

Reyes Blanco (q.e.p.d) primo de los otros Blancos, los titulares de la linea regular Monroy- Cáceres, se compró un coche para servicio público de segunda mano, creo que era un SEAT 1400, se pasaba todo el día arreglándolo enfrente de la casa de Tere su mujer, donde se fue a vivir cuando se casó con ella, la casa estaba por debajo de la Palma. Alrededor de su coche, practicando el deporte nacional por excelencia, que es el de ver trabajar a los demás, se creaba una tertulia muy animada en la que participaba siempre el Palmero, recuerdo la gran preocupación que había cuando la crisis de los mísiles en Cuba y el ultimátum que lanzó Kennedy a los rusos, las noticias que se manejaban en la tertulia no eran nada halagüeñas se temía por una guerra mundial de consecuencias muy trágicas pues Kennedy amenazó, o al menos yo lo entendí así, con lanzar la bomba atómica. Esto sucedía en octubre de 1962.

A mí que siempre me ha gustado mucho escuchar las conversaciones de los mayores aprovechaba la menor ocasión para acercarme y, aunque, nuestras familias estaban enfrentadas por aquello del baile y la competencia, a mí me podía más la curiosidad y pensaba para mis adentros que de todas formas en las rencillas de nuestras familias no teníamos culpa ni Reyes ni yo, afortunadamente el tiempo que todo lo cura y hace ver la cosa con otra perspectiva me ha reafirmado en esa primera impresión, la culpa de los padres no tienen por qué heredarlas los hijos.

Verbi gratia, esto también es aplicable al pecado original y a cualquier pecado que hayan cometido, tanto nuestros primeros, como nuestros últimos padres. Claro, que esto es también válido para las virtudes, los méritos de nuestros padres y antepasados no son los nuestros, cada uno tiene que ganarse los suyos, no se puede vivir de lo que hayan hecho nuestros ascendientes, uno, legítimamente debe sentirse orgulloso de su estirpe, pero eso es una cosa y otra muy distinta es pensar que uno tiene más mérito que otro por su ascendencia, el verdadero aristócrata es aquel que tiene en consideración y estima a todos los demás seres humano, y este rango, como el de la autoridad no se obtiene por herencia o imposición, sino que se lo tiene que ganar cada uno por su prestigio, calidad competencia, credibilidad y saber hacer.

Camiones, recuerdo que había uno, el que conducía Amable, que una vez nos llevó a recoger arena a un montón de chavales al arroyo de Talaván. Motos tampoco había muchas, la Guzzi de Juan Andrés, la Vespa de Fulgencio Blanco júnior y la Lambretta de Daniel Sierra.

Me viene a la memoria una camioneta que El Choto se compró y que debió ser de la guerra, sonaba como una carraca. Era idéntica a una que se compró mi padre nada más acabar la guerra y que en lugar de aprender a conducir, no se le ocurrió otra cosa que asociarse con su hermano Vidal, este tampoco aprendió a conducir, sino que contrataron un chofer, claro que el negocio no daba para tanto y tuvieron que malvender la camioneta.

Luego estaba la furgoneta de mis primos Justo y Jesús, y que alguna vez me dejaron ir con ellos en su DKV, a llevar gaseosa y cervezas a Santiago y a Hinojal. Un día dieron por la radio la noticia de que los dos hermanos de Monroy habían tenido un accidente con ella, afortunadamente no fue nada de importancia todo se quedó en un susto no hubo que lamentar desgracias personales solo un poco de chapa.

Estos, creo que eran todos los vehículos de tracción mecánica que había por entonces en el pueblo, había también tractores el de Juan Vicente Rosado y el de Castañita, estos también tenían máquinas cosechadoras, primero estuvo en solitario la de Juan Vicente y luego la de Castañita, aunque creo que la de éste era además segadora.

Sí había bastantes caballos, burros, carros de mulos y carretas de bueyes. El amigo Cipri me recuerda con frecuencia cuando yendo con él y su padre Rufino en su carro, por mi natural inquieto, me caí de cabeza y a punto estuvo la rueda de aprisionármela, gracias a que su padre pudo parar el carro en el último momento, mi cabeza quedo indemne y todo se quedó en un susto. Las ruedas que llevaban entonces los carros eran de madera recubierta su circunferencia con hierro.

Íbamos a por agua a la fuente, en burros, algunos a caballo, con las aguaderas de esparto y con la caldereta, rivalizamos entre nosotros a ver quien conseguía llenar antes los cuatro cántaros, desarrollamos tal habilidad en el manejo de la caldereta que conseguíamos de un solo impulso subir la cadereta llena de agua. En verano era muy divertido ir a por agua, no lo era tanto en invierno cuando el viento desparramaba el agua y nos empapaba la ropa y eran inevitables los persistentes sabañones. Las mujeres, siempre tan abnegadas, iban a por agua andando y muchas llevaban un cántaro sobre la cabeza y otro sobre la cadera.

Como nosotros teníamos bar y baile en las fiestas había que hacer gran acopio de agua, el encargado de esta tarea era yo, así que había días, sobre todo en las vísperas, que iban hasta cinco veces a por agua. Aunque nunca llegué a hacer tantos viajes como el amigo Ángel Lobato (q.e.p.d) que estaba empleado en casa de Juan Andrés el de la Guzzi y se pasaba todo el santo día trayendo cargas de agua desde una fuente propiedad de sus padres Emilio y Emilita hasta su casa de la plaza (a su padre apodado “Cartilla” le vimos inmediatamente después de poner fin a sus días colgado de un árbol varios niños del pueblo) La fuente que estaba en una cerca, la recuerdo muy parecida a la que está pintada en un cuadro de Antonio López Torres, tenía una mesa y las sillas de mampostería alrededor, esta fuente con la mesa y las sillas siempre se me ha antojado como el paradigma de la vida romántica, hasta me la imagino visitada al atardecer por esas mujeres y sus sombrillas magistralmente retratadas por Sorolla el pintor de la luz por antonomasia, aunque, algunos lo descalifiquen llamándole el pintor de la pincelada vil, a mi, sin embargo me encanta este pintor.

Al pobre de Juan Andrés nunca le conocí oficio ni beneficio, siempre iba montado en su Guzzi roja y el cigarrillo en los labios, su padre era el prototipo de señorito extremeño sin nada de que ocuparse y su hijo, Juan Andrés sin llegar a tanto, pues era más simpático acabó sus días recluido en su casa sin apenas salir, triste forma de vida la del padre y la del hijo, hoy me pregunto para qué querrían tantas cargas de agua, si sólo eran tres de familia.

Hace ya bastantes años cuando uno viajaba en el metro, escuchó una conversación entre dos señoras mayores que trabajaban de asistentas en las casas de La Castellana, le decía una a la otra: Son unas guarras, se refería a las señoras de la casa, mira si serán guarras que se tienen que duchar todos los días. Estas señoras asistentas debían ser de la escuela de mi mujer que me repite muchas veces, sobre todo, cuando cocino y mancho mucho, aunque luego lo limpie: No es más limpio quien mucho limpia, sino quien poco mancha.