miércoles, 7 de julio de 2010

ALFA ES LA QUE ME GUSTA, ALFA ES LA QUE YO QUIERO



Manolo "Máquina" era herrador, provenía de Talaván, además de herrar caballos llevaba la representación de Ricardo Rodríguez Estecha en Monroy, emigró de Monroy hacia Madrid y le pasó la representación a mi padre.

Los Rodríguez Estecha habían iniciado una campaña muy agresiva en toda la provincia de Cáceres para vender máquinas de coser Alfa, se vendían a plazos mediante la firma de letras de cambio que tan extendidas estaban por aquella época como fórmula de financiación, creo recordar que se daban hasta treinta y seis meses para pagar. La campaña venía precedida con una caravana de furgonetas y megafonía que iba casa por casa ofreciendo, la por entonces muy usada herramienta, aunque no en todos los hogares. Yo como hijo del representante iba acompañando junto con mi padre la caravana que se parecía mucho a las que se organizaban en las primeras elecciones.

Creo que era sobrino de Ricardo Rodríguez Estecha, un muchacho bien parecido que cuando entraban en las casas aprovechando el revuelo de gente que iba en la demostración, no sólo entraban los vendedores, sino, que además se iban uniendo los muchachos del pueblo, ante el tumulto aprovechaba para arrimarse e incluso manosear a alguna chica de buen ver que se dejaba querer, luego éste se vanagloriaba y me lo comentaba, yo me ruborizaba, me decía lo buena que estaba ésta o aquella y como se había arrimado y que no se retiraban, la verdad no sé si era un poco fantasma, pero lo cierto es que mis propios ojos vieron como una de ellas, bastante guapa por cierto, se dejaba tocar complaciente y a mi me esto me disgustó bastante, aunque quizás fuese más por envidia que por otra cosa.

La campaña tuvo bastante éxito y se vendieron muchas máquinas de coser Alfa pero a mí me quedó la impresión de que mi padre no servía para vendedor, era un hombre bastante honesto como para engañar a la gente, él mismo estaba sorprendido de la manera tan tonta de que la gente se dejaba engañar comprando un producto que la gran mayoría no iba a utilizar, porque para ello primero tendrían que aprender a coser.

Este verano fue cuando me fui con mi padre unos días al Barroso de Arriba. El Barroso era la finca que mi padre estaba de mediero, así se los llamaba por la forma de pago del arrendamiento, la mitad del producto de la cosecha era para el propietario de la finca.

Recuerdo algún verano anterior haber ido a pasar dos o tres días al Barroso con mi hermana Paqui y su amiga Lilia, nos bañamos en la charca que estaba cerca del caserío, que a mí me resultaba muy señorial con sus paredes y tejados cubiertos de pizarra y sus grande árboles, creo que eucaliptos, dando sombra a la casa.

La obsesión que había entonces con la digestión, no nos podíamos bañar hasta que no habían transcurridos tres horas de haber comido, me llevó a decir la tontería más grande que recuerdo de mí y eso que habré dicho muchas en esta vida. Bebiendo agua me atraganté, (me añurgué, decíamos), sentí un gran dolor en la garganta, no se me ocurrió dar otra explicación mejor a Lilia que estaba a mi lado, le dije muy convencido que el momento de beber agua debió coincidir con el momento de la digestión y por eso me había dolido tanto. La digestión para mi no era un proceso lento en el que el estomago fuese poco a poco absorbiendo los alimentos, la digestión era una cosa mágica que sucedía dentro de las tres horas siguientes a la de comer.

Pegado a la casa de los señores estaba la casa que mi padre compartía con otro mediero Marcos, que era de Hinojal, al que recuerdo que tenía un hijo pelirrojo que se parecía más a un irlandés que uno de Hinojal, pueblo en el que se hablaba cambiando la terminación de las palabras, las acabadas en “e” se pronunciaban como “i” y las acabadas en “o” como “u”. Esta característica del habla extremeña se da en algunos pueblos cercanos a Monroy como es el caso, además de en Hinojal, en Serradilla o en Garrovillas y es para mi un misterio como en los demás pueblos cercanos no se da este fenómeno y en estos sí.

La casa asignada a los medieros, se componía de una sola estancia, que servia de cocina, comedor y dormitorio, eso si tenía chimenea, allí dormían en el suelo mi padre y sus criados que eran tres y Marcos y dos de sus hijos, a esto había que añadir a nosotros tres, aunque, creo que nosotros dormimos los tres días en la parva. También recuerdo u gran corral que se me antoja igual que los de las ventas de Don Quijote con sus correspondientes cuadras con arcos.

El menú único y repetitivo de los trabajadores era gazpacho y tocino para desayunar, tocino y gazpacho para comer y para cenar gazpacho y tocino, el orden no importaba mucho, es más solía comerse un trozo de tocino y una cucharada de gazpacho para ayudar a pasar el tocino.

Por la noche las mujeres llevaban a la era tortilla de patatas y gazpacho, claro que esto era en el pueblo. En el Barroso no había mujeres para llevar la cena. El gazpacho y el tocino eran asiduos en la dieta veraniega, que visto con la perspectiva de hoy no era una mala dieta. El tocino que tan denostado está hoy, con el trabajo tan duro y de sol a sol de los segadores las calorías que da éste se quemaban todas e incluso más, en aquellos tiempos, no recuerdo a ningún trabajador del campo que estuviese gordo.

Recuerdo que el gazpacho se hacía en un gran cuenco de madera de encina con todos los ingredientes a la vista, predominando el rojo de los tomates y el verde de los pimientos, no había platos, todos comíamos metiendo las cucharas en el centro del cuenco.

Este año que había ido yo solo al Barroso, recuerdo lo abrupto que me resultó que me despertaran a las cuatro de la mañana para ir a Monroy, con dos de los criados de mi padre que iban a llevar el trigo a lomos de los caballos. Soy un gran dormilón y desde siempre me ha costado madrugar, pero aquel día lo fue especialmente, aunque, una vez pasada la primera impresión de fastidio, el recuerdo que me ha quedado hoy, de esa noche durmiendo a la intemperie en la parva, es el de haber sentido la bóveda celeste tan cerca de mí, que casi la podía tocar con las manos, el mundo era abarcable y alcanzable, el planeta se me antojaba tan pequeño y cercano como el del Principito. De hecho, cada vez que sale a colación el precioso libro de Saint Exupéry, me viene a la memoria ese madrugón, al principio intempestivo, pero que luego me hizo sentir la inmensidad y al mismo tiempo la cercanía de la bóveda más estrellada y constelada que he visto nunca.

Esa misma mañana después del buen desayuno que me preparó mi madre, de un relajante baño en la pila del patio, recién mudado, con ese olor tan agradable de la ropa limpia, con una camisa blanca, pantalón azul corto imitando a vaquero y zapatillas de lona blanca recién estrenadas, salí a dar un paseo por el pueblo.

La evocación de la mágica madrugada de ese mismo día, donde el aroma de la mies humedecida por el rocío y el azul oscuro, casi negro, de la bóveda del cielo, se mezclaba con el olor a melocotones de los puestos del mercadillo de la plaza. Todas esas sensaciones juntas, hicieron que me sintiese en paz, sereno, esperanzado, en armonía conmigo mismo y con todo lo que me rodeaba, el mundo era un lugar maravilloso.


Y supe, como Juan Manuel Serrat en su bonita canción Soneto a mamá, que lo sencillo no es lo necio, que no hay que confundir valor y precio, que un manjar puede ser cualquier bocado si el horizonte es luz y el rumbo un beso.

2 comentarios:

ty dijo...

Qué bello post. Me has hecho sonreír.

Saludos,
Sara.

Mimi dijo...

bonitos recuerdos, si señor, gracias